martes, febrero 06, 2007

Hay algo muy especial en las viejas fotos encontradas. Los recuerdos que viven en ellas se trasladan en un instante hasta el corazón y se instalan allí, tan rápido que parece que en lugar de recordar con el pensamiento lo hacemos con el alma. Todos los sentimientos que antes nos proporcionaba una imagen han cambiado, nacen de nuevo, para un yo completamente distinto al que la contemplo por última vez.

Es tarde. Tras los cristales la luz brilla delatando la vida que sucede por los rincones de la ciudad. Dentro del libro que he dejado sobre la cama las sirenas cantan a Odiseo como si fueran las Musas, las hijas de la memoria, las que inspiraron a los poetas el canto de las hazañas de los héroes. Navego por las imágenes de otros tiempos, entre rostros de mujer presentes y olvidados. Tal vez este sea el único destino de un corazón abandonado a la evocación, debatirse entre musas y sirenas, dejarse arrastrar por un canto traicionero hacia las rocas, recitar la añoranza de lo que no puede ser evitando estúpidamente quedar atrapado en los brazos de Calipso.

Despego la foto de infancia que me regalo A. de la pared y la guardo en la caja de zapatos junto al resto. Contemplo atentamente el rostro de D., luego el mío, apenas lo reconozco. Al cerrar su tapa me invade una sensación de sueño aplastante, como si todo el peso del tiempo vivido descansara de golpe sobre mis hombros.