domingo, enero 07, 2007

Foto: Katie Hirsh

A. ha venido esta mañana a visitarme. Ha recorrido la habitación posando su mirada en los muebles durante largo rato, sin decir nada. Después ha cogido la silla de mi escritorio y se ha sentado junto a la ventana. Parecía cansada. He querido preguntarle si estaba bien pero no he podido. Sentado en la cama, observando su silueta recortarse en la luz gris filtrada por las nubes, he creído por un momento estar soñando. Entonces se ha alzado su voz: “D. está muerto, su barco se ha perdido en una tormenta. No va a volver.”

La habitación ha enmudecido y hemos escuchado el silencio esperando que otra voz llegará de lejos a romperlo. Me he levantado a calentar un poco de café pero no ha querido probarlo. Antes de irse me ha entregado una foto en la que aparecemos los tres; su hermano tenía cinco años, A. y yo estamos sentados en un muro junto a D., cogidos de la mano. A. lleva un vestido rosa y un lazo blanco en el pelo. Los tres estamos muy morenos porque es una foto del verano, del pueblo dónde nos conocimos siendo niños. No me he atrevido a abrazarla. No he sabido que decir. Tan sólo he contestado sí cuando me ha pedido que la acompañe al funeral. Al cerrar la puerta he tenido la misma sensación que el día en que la dejé marchar, años atrás, después de hacer el amor. Una desazón antigua que vive escondida en algún rincón del cuarto y me asalta de vez en cuando. Esta vez la he dejado empaparme sin oponer resistencia. El primer domingo del año va a ser el más largo. Hacía más de un año que no la veía. Nunca más veré a D.